El espectro de la izquierda en Colombia: elecciones 2022
March 1, 2022
Author:
Alexander Rojas R.
Un espectro se cierne sobre Colombia, pero no es precisamente el del momificado comunismo ni el de una «izquierdización» general de la política.

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Introducción
Un espectro se cierne sobre Colombia, pero no es precisamente el del momificado comunismo ni el de una «izquierdización» general de la política. Los apabullantes resultados de las elecciones legislativas y las primarias presidenciales del domingo 13 de marzo –los cuales apreciaron el ascenso de la izquierda democrática como el partido más fuerte en la cámara alta (19 curules) y el segundo en Cámara de Representantes (28 curules) y catapultaron su candidato, Gustavo Petro, como el más votado entre los 15 precandidatos (4.5M de votos)–, constituyen un síntoma inequívoco de una mutación en la cultura política colombiana, cuyo momentum solo se había retrasado por un contexto adverso de violencia, miedo y radicalización. Este «giro izquierdista desde abajo» o de la democracia de los gobernados representa la apertura pluralista más importante de la cultura política de los colombianos desde la Constitución de 1991. Aterrorizados por paramilitares y una guerrilla de las FARC que a comienzos de siglo condenaron a Colombia al vergonzoso grupo de los 30 Estados más frágiles del mundo, los colombianos se atrincheraron bajo una nueva derecha radical que ganó adeptos y formó los tres últimos gobiernos (2002-2022) bajo la promesa, muy popular y oportuna entonces, de derrotar los enemigos públicos y restaurar las viejas libertades.
Fuente: (Fragile States Index, 2021)
En ese contexto dominante de violencia, miedo y radicalización política las posibilidades de apropiación de nuevos discursos estaban condenadas a victorias limitadas, electorados restringidos o, inclusive, a su marginación. Sin embargo, los factores que catapultaron la derecha radical a una condición dominante en el Estado mutaron.En este sentido, mientras la nueva derecha se arrellanó en el poder la historia siguió su curso: en primer lugar, el terror de la violencia, sus miedos y consecuente radicalización se fueron superando y mejoraron las condiciones para la emergencia y apropiación más amplia de nuevos discursos; en segundo lugar y como consecuencia del primer cambio, esta nueva atmósfera presionó transformaciones profundas e intensas en las expectativas, demandas e intereses de los ciudadanos; y, en tercer lugar, posiblemente la primera generación de colombianos desconectada de la anacrónica violencia doméstica y más interconectada con la globalización y la tecnología alcanzó su madurez político-jurídica y asaltó las calles y las urnas para expresar una forma mentis tan diferente como alejada de aquella que arrinconó a sus padres y abuelos en los miedos del radicalismo de derecha.
Por lo tanto, bajo esta «izquierdización» de la política en Colombia subyace un fenómeno más estructural: la sustitución de una cultura política hasta hace pocos años rígida, cerrada y radical, por una más tolerante, abierta y receptiva a la diferencia. La victoria de la izquierda en Colombia no es señal de una nueva radicalización, muy por el contrario, es el mejor indicio de una nueva ola democrática de la cultura política nacional. En síntesis, el giro izquierdista no es más que la forma coyuntural y sugestiva en la cual se cristalizó el «giro democrático» de una cultura política colombiana que, a pesar de las fuerzas regresivas y la miopía histórica, superó las barreras mentales de una atmósfera de violencia, miedo y radicalización por una nueva era de apertura pluralista que recobra los aires democratizantes y aplazados del constitucionalismo de 1991.
El aire de los tiempos
Cuando Europa abandonaba el viejo feudalismo de castillos, murallas, miedos milenaristas, brujas y fantasmas que acechaban la vida cotidiana, se comenzaron a alzar las primeras ciudades que, como Brujas, Ámsterdam o París, recobraban la vida vibrante de la Antigüedad mediterránea. Al parecer, en muchas ciudades se hizo popular el principio que rezaba «El aire de la ciudad te hará libre». Pasados los siglos, la Europa profundamente transformada por la doble revolución política y económica, que dejaba atrás un pasado de hambre, enfermedad y guerra por los boulevards, la ópera y las máquinas, globalizó la expresión muy dandy de «L’air du temps». En principio, sintetizaba el ethos de una sociedad preocupada –en términos de Michel Foucault– por sentir, vivir, pensar y actuar según los valores de su época. En este sentido, es muy probable que el éxito en las urnas de la izquierda obedezca, en parte, a la sencilla disposición por observar, comprender e intentar tener un cierto grado de coherencia (responsiveness) con el aire de los nuevos tiempos.
Primero: el tiempo cambia no se estanca. En el año 2002 cuando la nueva derecha radical llegó al poder, Colombia “fue arrastrada por la esperanza de un ataque militar efectivo contra la guerrilla… y [otorgó] el mandato simple de acabar con la inseguridad producida por la guerrilla y por sus enemigos paramilitares” (Melo, 2017, p. 275). Al iniciar una nueva década, Colombia ya acumulaba más de 200.000 muertos por efectos de la violencia, de los cuales el 80% correspondía a población civil; los desplazados ascendían a más de 4.700.000 personas, más de la mitad de la población actual de la capital; aproximadamente 27.000 ciudadanos habían sido secuestrados (LaRosa & Mejía, 2017, p. 349); y todos los actores armados compartían responsabilidad en actos de lesa humanidad: paramilitares más del 60% en casos de sevicia y casi 90% en masacres, guerrillas 23% y 26% respectivamente, fuerza pública 13% y 12% respectivamente (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013). La degradación del conflicto fue tal que, de acuerdo con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), se han logrado constatar hasta 2012 casi 6.402 falsos positivos o muertes de civiles por la fuerza pública de forma extrajudicial.
Sin embargo, la asfixiante atmósfera de violencia fue superándose gracias a una combinación de éxitos militares y políticos que se materializaron, por un lado, en un fortalecimiento del Estado –particularmente gracias a recursos de capital y logísticos norteamericanos gestados por el gobierno de Pastrana (1998-2002)–, y, por otro, en los procesos de paz con los paramilitares (2003) y las FARC (2016) que saldaron el conflicto más longevo del planeta en la arena de la política. En términos acumulados, el país experimentó casi dos décadas de mejoramiento progresivo en los indicadores de democracia y estabilidad estatal. En efecto, al culminar el último periodo presidencial de Juan Manuel Santos (2014-2018) Colombia había casi triplicado las posiciones que la alejaban del ignominioso grupo de los 30 entre 179 Estados más frágiles del mundo, junto a países como Afganistán (10), Corea del Norte (14) y 17 países africanos. Adicionalmente, si bien se mantuvo en la categoría de «democracia frágil», un progreso en los indicadores le permitió saltar a una calificación de 7,13 en 2019, lo cual dejaba el país para la siguiente década en una senda positiva que lo acercara al límite de 8,0 donde convergen las «democracias plenas» y en cuyo grupo solo se encuentran dos países latinoamericanos (Costa Rica, Uruguay) y más de una decena de europeos.

Fuente: (Economist Intelligence Unit, 2021)
Segundo: los hombres cambian no se estancan. Los aires de cambio que trajeron consigo unas instituciones públicas más sólidas –o, por lo menos, con menor riesgo de fracaso– que recuperaron progresivamente las viejas libertades civiles, así como un sistema político que a regañadientes le abría la puerta a sus más viejos enemigos e iba acostumbrando a los herméticos colombianos a ver en la arena pública rostros y discursos nuevos, crearon una atmósfera más propicia para la emergencia y apropiación de narrativas políticas alternativas.

Fuente: (BBC News Mundo, 2019)
Desde el punto de vista de la izquierda, el 6% alcanzado en las presidenciales del 2002 fue el punto de partida para una sucesión de logros que continuó con la segunda alcaldía de Bogotá (2012-2015), un 42% en las presidenciales del 2018 y la impresionante apropiación de su discurso que la convirtió en la primera fuerza política del siguiente Congreso. En otro plano, la nueva atmósfera también propició la emergencia y consolidación de los partidos de centro, cuyo máximo logro fue llevar por elección popular a la primera mujer lesbiana a la alcaldía de la capital (2020-2023). A nivel regional en la última década, los colombianos eligieron en sus municipios y departamentos partidos de izquierda y de centro, así como movimientos independientes de las grandes y tradicionales estructuras partidistas. Inclusive, en lo que respecta al viejo establishment, esta apertura pluralista ha venido a ratificar su moderación. Las recientes elecciones legislativas no solo marcaron el ascenso vertiginoso de la izquierda, sino, ante todo, la recuperación del juste milieu que ha caracterizado la democracia contemporánea colombiana.
El posicionamiento de los partidos tradicionales, Liberal y Conservador, como segundas fuerzas del Congreso, es un indicador más de los renovados aires democratizantes que han favorecido la circulación y apropiación de discursos periféricos, así como la restauración de la sana moderación republicana que marcó la política nacional desde la segunda mitad del s. XX. Pues, a parte de la dictadura militar de Rojas Pinilla (1953-1957) y la democracia cerrada del Frente Nacional (1958-1974), el patriciado colombiano prefirió la moderación republicana a los extremos del populismo y la dictadura militar que regían rampantes desde México hasta la Patagonia. Strictu sensu, la vieja élite oligárquica y conservadora, moldeó una cultura política nacional de abierta antipatía al caudillaje y respeto por la limitación, alternancia y elección popular del poder (Posada, 2006, p. 97 y ss.).
Valores que definieron las generaciones que apoyaron proyectos democráticos decisivos del siglo XX como el proceso de paz con el M19 (1990), la nueva Constitución de 1991 e, inclusive, las esperanzadoras pero fallidas negociaciones de paz de Pastrana con las FARC (2002); todos procesos liderados por las viejas castas. En este sentido, ese número significativo de ciudadanos que le ha dado un nuevo aire a los partidos republicanos –en las dos últimas décadas agazapados en las trincheras clientelistas del radicalismo gobernante– es una prueba de aquel viejo espíritu de moderación de la cultura política colombiana que ha recelado de los extremos para refugiarse en el justo medio del republicanismo democrático de la vieja derecha. Acorde con los hechos, el campo ganado por discursos no-tradicionales y no-dominantes en los últimos años es la prueba tangible de que los colombianos han cambiado. La disminución significativa del conflicto generó unas mejores condiciones de posibilidad para la emergencia y circulación de nuevas ideas políticas, a la vez que le permitió a la comunidad de ciudadanos apropiar ideas que respondían de forma más efectiva a una nueva naturaleza de intereses que se había alejado de los miedos que condicionaron las generaciones más viejas.
Las ideas radicales de la nueva derecha, vinculadas con la convicción de paliar la violencia con más violencia y una ligereza ética en relación con el Estado de Derecho, fueron perdiendo fuerza en la mentalidad de una sociedad que cada vez estaba menos dispuesta a perder sus libertades ganadas y seguirse retrayendo en ideas y prácticas anacrónicas con el aire de su tiempo. En definitiva, este giro profundo e intenso en las preferencias electorales de los colombianos –quienes sustituyeron la urgencia de la seguridad y la derrota de guerrillas y paramilitares por una moderna plétora de demandas democráticas que van desde la lucha frontal contra la corrupción, respeto del Estado de Derecho y los Derechos Humanos, el cambio climático, equidad de género, reconocimiento de la diversidad, la libertad sexual hasta el derecho al aborto– es el producto de un cambio epocal, cuyos beneficios la nueva generación que lo representa no está dispuesta a perder, sino, por el contrario, a ampliar hasta el punto en que su mundo, más abierto, más global, más libre, más cosmopolita, más pluralista y más pacífico, lo exige.
La izquierda y la Historia
El ascenso de la izquierda en Colombia es todo menos una casualidad, por el contrario, es una típica interacción de varios factores independientes cuya convergencia creó un momentum histórico único: una coyuntura. Primero: la pandemia y sus efectos en la psiquis social. El impacto de la era COVID en el mapa político de Las Américas ha sido crítico. Su patrón: el cambio. Un total de 13 países han celebrado elecciones presidenciales entre enero 2020 y marzo 2022; de estos el patrón cambio se constató en el 85% y solo dos países (una democracia plena: Canadá; un autoritarismo: Nicaragua) mantuvieron la continuidad de los gobiernos o partidos que enfrentaron la pandemia. En esencia, la tendencia mayoritaria se explica por los efectos sistemáticos en la vida de las sociedades que generó la pandemia, la cual debe ser equiparada al de una gran catástrofe de la historia. Este tipo de eventos es registrado en nuestra memoria individual y colectiva como traumas, los cuales, de acuerdo con las neurociencias, son la causa de un fenómeno denominado «sesgo de disponibilidad heurística de la memoria». Su impacto –contrario al mito racionalista– tiene la capacidad de determinar las decisiones aparentemente más racionales de los individuos. Acorde con esta perspectiva, la tendencia a castigar en las urnas a los gobiernos que enfrentaron la pandemia es la forma particular como las sociedades abiertas y democráticas de Las Américas expresan libremente los devastadores efectos del COVID-19.
Así, el desempleo, la pobreza, la enfermedad y la muerte han creado una experiencia traumática que se ha traducido en las urnas en un fenómeno concreto de inclinación hacia el cambio.Sin embargo, ¿la cacareada excepcionalidad colombiana nos alejará una vez más de las tendencias continentales? Colombia al igual que Brasil, las dos democracias más grandes del continente en acudir a las urnas en 2022, cumplen con los mismos factores críticos que llevaron a la derecha más longeva de Suramérica, Chile, a la pérdida del poder el pasado diciembre. En primer lugar, la pandemia fue un factor devastador en el capital humano por muertes: Chile (38.12K, 0.19% pob.), Colombia (128.09K, 0.2% pob.), Brasil (612.66K, 0.2% pob.). En segundo lugar, desplomes extraordinarios del PIB en 2020: Chile (0,9%), Colombia (–6.8), Brasil (–4.0). En tercer lugar, elevadas tasas de desempleo en 2020: Chile (11.51%), Colombia (15.44%), Brasil (13.67%). En cuarto lugar, gobiernos con tasas críticas de desaprobación popular: Chile (68%), Colombia (67%), Brasil (64%) (DANE, n.d.; Ritchie et al., 2020; World Bank, n.d.).
De confirmarse en Colombia y Brasil el patrón de cambio, el hemisferio americano habrá experimentado para finales del 2022 un viraje en el 76% de los gobiernos, con solo cuatro excepciones: Canadá y Costa Rica que tuvieron impactos mínimos en la economía y la sociedad por el COVID-19; Nicaragua y Haití cuyos regímenes autoritarios hacen poco probable que la democracia electoral tenga la capacidad de cambiar sus gobiernos. Sin embargo, la traumática devastación material y psicológica que dejó la pandemia a su paso no sería un factor tan determinante del probable cambio político en Colombia de no ser por el descontento social que causó un mal gobierno.
Segundo: las oportunidades de un mal gobierno. Hay una suerte de saber compartido entre las clases letradas occidentales desde 1789. Cuando el pueblo sufre hambre no salgas a pedir más impuestos. En efecto, la explosión social de los franceses que los llevó de la toma de la Bastilla, al golpe de estado y al teatro macabro de las guillotinas, habría sido, sino evitable sí aplazable, de no haber sido por la torpeza de un futuro rey decapitado, Luis XVI, quien en medio de una hambruna convocó los Estados Generales para solicitar más impuestos. Lo demás es historia. Bajo el mismo espíritu, el gobierno colombiano que cargaba en los hombros desde diciembre de 2019 una dura oposición popular en las calles, un movimiento de paro nacional en ciernes, los estragos de la pandemia a lo largo del 2020 y una pésima gestión en vacunas y reapertura en 2021, tuvo la poca sensibilidad política (o sencillamente no comparte el saber acumulado de las élites) de expedir una reforma tributaria en un contexto de desempleo, pobreza, enfermedad, muerte y, sin duda, hambre.
Un fenómeno que se viralizó con las imágenes de colombianos pobres ondeando trapos rojos en sus ventanas como señal de escasez de alimentos. En suma, lo que era una oposición partidista evolucionó hacia un paro nacional multisectorial y pluriclasista que acentuó una crisis de gobernabilidad sin precedentes en Colombia en los últimos cincuenta años. La gobernabilidad es sencillamente la eficacia del gobierno para ejecutar políticas. Sin embargo, la gobernabilidad necesita dos factores clave. En primer lugar, un sistema político que posibilite un decision making sin mayores obstáculos (a parte los pesos y contrapesos necesarios de una democracia). En segundo lugar, gobiernos capaces de tomar decisiones, es decir, con liderazgo (aprobación), sentido de la realidad (legitimidad), respeto por el Estado de Derecho (legalidad) (Sartori, 2003, p. 129-132).

Fuente: (@covidlatam, 2020)
Lo cierto es que el sistema político colombiano y, en particular, su forma de gobierno presidencialista, les ha dado a los jefes de Estado un amplísimo rango de acción tanto en periodos regulares como excepcionales. No obstante, fueron justamente las deficiencias innatas de un gobierno incapaz de tomar decisiones: sin liderazgo, con una visión parcializada de la realidad y de una escalofriante ligereza con el imperio de la ley, lo que desató una sucesión de decisiones inapropiadas e inoportunas que derivaron en una crisis de gobernabilidad, la cual, inclusive, volvió a revivir el fantasma de un golpe de estado (Rojas R., 2021). La reforma tributaria, el paro nacional, la escasez general de alimentos e insumos por un bloqueo de vías y la agitación en las calles terminaron solucionándose con una nueva mala decisión de gobierno que dejó un saldo, según las fuentes citadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de “4.687 casos de violencia policial; 84 fallecimientos, en 28 casos estarían involucrados integrantes de la Policía; 82 personas con traumas oculares por la Policía; 25 casos de violencia sexual cometidos presuntamente por agentes de la fuerza pública” (CIDH, 2021), y, como colofón, un ministro de Hacienda con moción de censura y una ley tributaria sepultada en un contexto de crisis fiscal. Para simplificar, un gobierno ineficaz terminó allanando el camino de una izquierda que –en un momento de crisis social y cuando el Presidente de la República salía uniformado de policía tras una noche de asesinatos civiles– supo tomar partido por los desempleados, los pobres, los hambrientos, los jóvenes y las víctimas de un Estado extralimitado en el uso de la fuerza, capitalizando así la amplia popularidad que se ratificó en las urnas de las elecciones pasadas.
Tercero: la perseverancia de la subalternidad democrática. Colombia nunca ha sido gobernada por un partido de izquierda. De hecho, sus logros en las urnas hasta hace unos pocos años fueron más que despreciables. Dicha marginación en el imaginario social fue el producto directo de una izquierda que entre los años 60 y 80 aceptó la macabra doctrina de la combinación de todas las formas de lucha, y condenó el Partido Comunista al maniqueísmo de aceptar la democracia competitiva a la vez que respaldaba la acción armada e ilegal de las guerrillas. En este contexto, tendremos que esperar hasta las elecciones de 1986 cuando el candidato del partido de la Unión Patriótica (ala política de unas FARC en pie de lucha y el PC) “obtuvo un poco menos de 5% de los votos… y logró elegir 2 senadores de 116” (Melo, 2017, pp.246-275). Tras los acuerdos de Paz con el M19 y la Asamblea Constituyente que prometían un punto de quiebre hacia una era de paz y pluralismo democrático, la ex guerrilla se convirtió en la segunda fuerza con 19 constituyentes electos y el 27,1% de votos (Herrera, 2017). Esa tendencia de ascenso perdió vitalidad durante la traumática década de los 90 cuando el país se hundió en la guerra directa contra las mafias, los paramilitares y las guerrillas.

Fuente: (El Espectador, 2016) Firma de las actas finales de la Constitución de 1991.
Finalmente, esa nueva izquierda, que había aceptado y construido el moderno contrato social de 1991, recobró el aliento en las elecciones de 2002, aún cuando su discurso pacifista escasamente obtuvo más del 6% de los votos en una Colombia agotada por la guerra y el proceso de paz fallido con las FARC. A grandes rasgos, la nueva izquierda colombiana es democrática y es producto directo de la paz y del constitucionalismo de 1991, el cual pretendió inaugurar una era de apertura, pluralismo y modernización institucional. En consecuencia, esta nueva izquierda ha sabido jugar su rol democrático de una fuerza subalterna al poder dominante como una opción diferente y viable de gobierno (Forgacs, 2000). Esta larga espera en lugar de perjudicar les ha valido ventajas comparativas en relación con sus más directos competidores. Mientras que el centro político es una fuerza relativamente nueva surgida de la crisis del bipartidismo tradicional, tanto por la balcanización política de 1991, como por el dominio de la nueva derecha radical que absorbió los viejos partidos en su estructura clientelar, la izquierda posee una experiencia acumulada de más de 30 años de activismo democrático, y quizás, más de medio siglo entre la ilegalidad y la clandestinidad del guerrillerismo popular.
Además, una historia de compromisos ideológicos –si bien evolucionados– les ha dado la solidez de un discurso claro, preciso y sin ambivalencias que derive en un pluralismo más anárquico que unificador. Finalmente, si hay algo en lo que esta izquierda se distingue hoy en día en relación con sus orígenes y con las fuerzas que enfrenta en las presidenciales de mayo-junio es precisamente una sensibilidad por comprender, analizar y capitalizar la historia. Mientras que el partido de gobierno adolece de esclerosis doctrinal, los viejos partidos de esterilidad de caudillos y el centro de una ambigüedad casi frívola, la izquierda revela –quizás con la misma agudeza de la nueva derecha en 2002– una sorprendente responsividad con las expectativas, demandas e intereses de una Colombia profunda e intensamente transformada en esta nueva década del siglo XXI.
Cuarto: el cambio generacional. Si un extranjero observa los debates presidenciales lo más sugestivo puede ser la marcada reiteración de los candidatos de su condición de víctimas del conflicto. Uno de ellos, hombre de 74 años, sufrió el secuestro de su padre (FARC) y su hija (ELN) a quien asesinaron. Otra, mujer de 60 años, estuvo secuestrada 6 años (FARC). Otro hombre, 61 años, fue guerrillero del M-19, niega haber activado en su vida un arma y se declara víctima de tácticas de tortura por las fuerzas armadas. Por otra parte, quien escribe este texto, perdió su abuelo el mismo año de su nacimiento, 1982, por un miliciano del M-19. Dos años después, sin aparente conciencia histórica aún, la misma guerrilla se tomó la primera ciudad capital de Colombia, Florencia-Caquetá, para dejar un rastro indeleble en mi memoria que a lo largo de la infancia me hacía despertar en medio de pesadillas gritando: «!La guerrilla se metió, mamá¡». En resumidas cuentas, si hay algo que caracteriza a la gigantesca población colombiana mayor de 20 años es, por un lado, su honda vinculación con la atmósfera vital del siglo pasado; por otro, su relación directa o indirecta con las nefastas dinámicas del conflicto. Es decir, representamos una Colombia vieja y víctima. Lo anterior no pretende negar la persistencia del conflicto ni su evolución en una nueva fase (Gutiérrez Sanín, 2020). Sin embargo, ha habido un cambio. Negarlo también sería una forma de miopía. Como se indicó más arriba, los colombianos experimentaron casi dos décadas (2002-2018) de mejoramiento progresivo en índices internacionales de democracia y estabilidad estatal como consecuencia directa de victorias políticas y militares.
El panorama fue una Colombia más estable, más libre y más pacífica que se convertía en un hito internacional y se integraba mejor con los aires de un mundo donde la democracia, la paz y la interdependencia son sus valores dominantes (Pinker & Santos, 2016). Justamente, fue este nuevo contexto –mejor pero no perfecto– el que recibió una nueva generación de colombianos, cuyas características epocales la distanciarán radicalmente de los viejos. En primer lugar, son hijos de una era de atenuación del conflicto, de una pacificación en marcha, y, por ende, herederos de un país significativamente menos violento en comparación con aquel que vivieron en carne propia sus padres y abuelos; muchos extorsionados, secuestrados o asesinados. Posiblemente, representan la primera generación de colombianos de los últimos 70 años con menores traumas derivados de experiencias directas o indirectas con el conflicto. Sus infancias estuvieron menos contaminadas con imágenes de atentados terroristas, secuestros en masa, tomas guerrilleras, masacres de pueblos enteros, desplazamientos forzosos, o, sencillamente, del miedo de alejarse demasiado del casco urbano por temor a una “pesca milagrosa” (extorsión o secuestro).
En segundo lugar, son hijos de una época que representa la cresta de ola de la globalización y la revolución tecnológica. Las fuentes que han construido sus imaginarios sociales e intereses como ciudadanos son cada vez menos los noticieros o radios locales, plagados de connivencias político-económicas, y más un arsenal de apps que reproducen una cultura poderosamente interconectada, diversa y uniforme; desde los tipos de música, formas de vestir, valores, hasta nuevas conciencias cívicas y políticas. Por si fuera poco, la revolución tecnológica ha creado una atomización de la información, arrancándola de centros hegemónicos y democratizándola in extremis. Nunca como antes la verdad en singular se ha relativizado. Ya no hay un par de canales en la oferta de ocio. De hecho, las redes sociales no solo han roto el viejo momento de ocio familiar sino que lo han individualizado y potenciado en un universo de creadores de verdades, muchos de los cuales monetizan la simple labor de hallar fake news o transmitir una protesta callejera desde otra perspectiva. Para simplificar, estos niños que apenas acuden a las urnas por primera vez en 2022 están menos conectados con esa atmósfera de violencia, miedos y radicalización política que determinó la experiencia vital y moldeó los imaginarios de las viejas generaciones; y, al contrario, están más interconectados con las narrativas que promueven un mundo “abierto, conectado, pluralista, tolerante y diverso” (Ferguson & Zakaria, 2017). El necesario mundo para los desafíos del siglo XXI.
Conclusión: el espectro que se cierne sobre Colombia
El éxito de la izquierda es, sin duda alguna, la convergencia de factores independientes y otros propios de su evolución. Sin embargo, el análisis de esta interacción en un momento del presente no pretende reducir la Historia a una fórmula determinista o a un fatalismo de la inevitabilidad. Todo lo contrario, la Historia es contingente (Marks, 2007). La misma convergencia puede crear resultados distintos y, a su vez, estos resultados son el producto de la acción, el ingenio o la torpeza humana. Así, mientras parece que la izquierda goza de una sensibilidad por captar mejor el aire de los tiempos; otros, en contravía, parecen anquilosados en una atmósfera añeja de violencia, miedos y radicalización, la cual no es más que una porfía ideológica pero no una evidencia fáctica. La realidad es que Colombia ha cambiado, se ha movido –lentamente, pero movido– hacia un mundo más pacífico, más tolerante, más abierto y más pluralista, el cual no es una novedad en nuestra historia, sino la recuperación de un hilo roto con los aires de apertura, pluralismo y modernización institucional que inauguró el constitucionalismo de 1991. En este sentido, el éxito coyuntural de la izquierda no podría ser producto de otra época; es una obra del presente y de una cultura política que representa un giro democrático desde abajo. La victoria transitoria de la izquierda hoy, puede ser el repunte de victorias más amplias del centro o la recuperación del republicanismo tradicional de la nación; todos marginados por un relato que privilegió la violencia, los miedos y el radicalismo. Y es, precisamente, su continuidad el verdadero espectro que se cierne sobre esta nueva Colombia. Aquello que más arriba denominamos “casi dos décadas de mejoramiento progresivo en los indicadores de democracia y estabilidad estatal”, específicamente entre 2002-2018, ha sido echado por la borda en apenas cuatro años (2018-2022).
En primer lugar, las costosas victorias de habernos alejado del vergonzoso grupo de los 30 Estados más frágiles del mundo (2006) para catapultarnos a la posición 71 (2018) fueron infructuosas. La senda de ascenso constante se invirtió por primera en doce años, al perder 10 posiciones en apenas 4 años, dejando el país en la posición 61 junto a regímenes híbridos o autoritarios de la región como Honduras (59), Guatemala (59) y Nicaragua (65), y Estados africanos recién nacidos a la historia de las naciones soberanas como Tanzania (61) y Lesoto (64). Sobre el detalle, de un total de 12 factores de medición, la Colombia de 2021 comparada con la de 2006 retrocede en 8 factores (67%), muestra una mejoría mediocre (0,1) en dos, y solo remonta en dos. De estos, las regresiones más críticas se dan en «fuga de cerebros» (-3.5), «legitimidad del Estado» (-3.2), «inequidad económica» (-2.1) y, paradójicamente con un discurso militarista sobre el papel, en la realidad el «aparato de seguridad» perdió -2.1 (Fragile States Index, 2021). En términos globales, de mantenerse dicha tendencia Colombia podría ubicarse en la siguiente medición de 2022 en la posición 57, retrocediendo los avances de una década.

Fuente: (Economist Intelligence Unit, 2021; Fragile States Index, 2021)
En segundo lugar, la democracia colombiana perdió prácticamente dos décadas de progresos. Con un puntaje de 6.48 (2021), la democracia se ubica casi en el mismo lugar que le correspondió en la primera edición de 2006 (6.40) (Economist Intelligence Unit, 2021). De mantenerse el promedio de pérdida de los últimos tres años, así como la política de Estado que la alimenta, las proyecciones indican que en la siguiente medición la democracia colombiana podría alcanzar un puntaje de 5.92, es decir, en el límite de abandonar la condición de «democracia frágil» para entrar al grupo de los «regímenes híbridos» (5.99), junto a países de la región con endebles sistemas políticos como El Salvador, Bolivia, Guatemala, o países con problemas de guerras raciales y religiosas como Sierra Leona, Gambia, Nigeria o Pakistán.Finalmente, parece bastante claro que el verdadero espectro que se cierne sobre esta Colombia joven y ansiosa de integrarse mejor con un mundo abierto, conectado, pluralista, tolerante y diverso es el giro iliberal desde arriba que encarna la élite gobernante de la nueva derecha. Pues, en lugar de evolucionar con los cambios que ha traído el tiempo, se ha atrincherado en una atmósfera superada e intolerable para un auténtico espíritu del siglo XXI. Afortunadamente, mientras no se destruyan las instituciones fundamentales de la frágil democracia colombiana se puede guardar la esperanza en el más simple derecho republicano: Ius Suffragii.
Referencias
BBC News Mundo. (2019). Claudia López: ecologista, lesbiana y símbolo de la lucha contra la corrupción... quién es la primera mujer elegida alcaldesa de Bogotá. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-50207161
Centro Nacional de Memoria Histórica. (2013). ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Centro Nacional de Memoria Histórica.
CIDH. (2021). Colombia: Observaciones y recomendaciones. Visita de trabajo a Colombia, junio2021. https://www.oas.org/es/cidh/informes/pdfs/ObservacionesVisita_cidh_Colombia_spA.pdf
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